Carmelo Ruiz Marrero
ALAI AMLATINA, 09/05/2012.- Puede ser difícil de creer,
pero los únicos
cultivos de importancia económica oriundos de Norteamérica
son el
girasol, la cereza azul (blueberry), arándano agrio
(cranberry) y la
alcachofa (es cierto que los pueblos originarios del
continente
cultivaban maíz, papa y frijol, pero éstos venían de
Centro y
Suramérica). Todos los demás cultivos, como el arroz, el
trigo y la
soya, fueron importados de otros lares. Sobre esa enorme
tarea de
importación de materia vegetal, que tomó lugar a lo largo
de dos siglos,
se fundamenta el progreso industrial de Estados Unidos. No
en balde, en
el emblema del Departamento de Agricultura de EEUU,
fundado en 1862,
dice "La agricultura es la base de la manufactura y el
comercio". Y dijo
una vez Tomás Jefferson que "el mayor servicio que se le
puede dar a
cualquier país es añadir una planta útil a su
cultura."
Uno de los principales colaboradores en la obtención de
semillas de la
joven nación norteamericana fue su fuerza naval. Entre
1838 y 1842 el
barco del comandante Charles Wilkes recorrió el Pacífico
con órdenes de
conseguir nuevas plantas agrícolas, y para 1848 las naves
del escuadrón
de las Indias Orientales regularmente recolectaban
plantas.
Cuenta el profesor Jack Kloppenburg, de la Universidad de
Wisconsin, en
su libro First the Seed:
"La expedición naval de Perry en 1853 es mejor conocida
por forzar la
apertura de las bahías de Japón al comercio con Estados
Unidos. Las
naves bélicas de Perry también llevaron a casa una
tremenda variedad de
semillas y materiales de plantas obtenidos de Japón,
China, Java,
Mauritius y Suráfrica. Los frutos genéticos de esta
aventura imperial
incluyeron semillas o cortes de vegetales, cebada, arroz,
frijoles,
algodón, caquis, mandarinas, rosas y 'tres barriles del
mejor trigo de
Cape Town' (Suráfrica). Otras expediciones enviaron
plantas de
Suramérica, el Mediterráneo y el Caribe."
El cuerpo diplomático también puso de su parte. Cónsules
enviaron trigo
de Polonia, Turquía y Argelia, centeno de Francia, sorgo
de China,
algodón de Calcutta y Ciudad México, pimientos y maíz de
Perú, y arroz
de Tokío.
La entrada de todo este variadísimo germoplasma fue lo que
hizo posible
la colonización europea de Norteamérica y su despegue
industrial. El
cultivo de arroz en Carolina del Sur se debe a la
introducción de una
variedad de Madagascar al final del siglo XVIII. En Kansas
y Texas el
cultivo de sorgo se hizo viable gracias a muestras de
China y África. La
industria cítrica de California le debe mucho a semillas
brasileñas
traídas por un cónsul en 1871. Y la ganadería yanqui,
legendaria en el
mundo entero, le debe su éxito en gran parte a la
introducción del pasto
japonés lespedeza, la alfalfa rusa, y la hierba Johnson de
África.
No es solamente la introducción de especies, sino también
la
introducción de numerosas variedades de la misma especie,
que
incrementan la biodiversidad e introducen rasgos
beneficiosos al
cultivo. Una variedad turca de trigo otorgó a la cosecha
estadounidense
resistencia a la roya amarilla (el hongo Puccinia
striiformis), lo cual
se estima que ahorra $50 millones al año en control de
plagas. De la
India se introdujo una variedad de sorgo resistente a
áfidos que brinda
beneficios anuales estimados en $12 millones. La revista
New Scientist
reportó en 1983 que los sembradores de cebada
estadounidenses se ahorran
$150 millones al año gracias a un gen aportado por una
variedad etíope.
Según el célebre profesor de botánica y recolector de
plantas Hugh
Iltis, el beneficio al cultivo de tomates de EEUU brindado
por la
introducción de variedades peruanas con un alto contenido
sólido es de
$5 millones al año. La Universidad de Illinois desarrolló
variedades de
soya que podrían estarle ahorrando a los agricultores
entre $100 y $500
millones anualmente en costos de procesamiento, y la
materia prima
genética que se utilizó en su desarrollo vino de
variedades de soya de
Corea. La producción de trigo de Estados Unidos, la
tercera mayor del
mundo, se ha beneficiado de la introducción de variedades
traídas de
Japón, China, Rusia, Palestina, Australia, Kenya, Egipto,
Etiopía,
Bulgaria, Grecia, Brasil y Uruguay. Irán ha aportado a
EEUU valiosas
variedades de coliflor, cebolla, guisante y
espinaca.
Sin estas introducciones vegetales, no hubiera sido
posible alimentar en
el territorio estadounidense a más de 300 millones de
personas, ni ese
país tendría hoy un excedente de granos y lácteos sin
precedente
histórico. Efectivamente, los principales problemas de la
producción
agraria estadounidense de hoy no se deben a la falta de
productividad
sino a la sobreproducción.
Estados Unidos se apropió de toda esta exuberante
diversidad de semillas
agrícolas gratuitamente, sin compensación o reconocimiento
alguno a los
pueblos que pasaron siglos y hasta milenios desarrollando
y
perfeccionando estos cultivos. Esta apropiación se
legitimó con el
argumento de que las semillas son patrimonio de la
humanidad. Pero
cuando se le ha pedido a esa nación que comparta su
tesoro, otro ha sido
su cantar. En una carta del administrador del Servicio de
Investigación
Agrícola de Estados Unidos (ARS) a la Junta Internacional
de Recursos
Fitogenéticos (IBPGR) escrita en 1977, éste expresa
claramente que tras
adquirir las semillas, éstas pasan a ser propiedad del
gobierno de
Estados Unidos. Dicho de otro modo, "lo que es tuyo es
mío, y lo que es
mío es mío". El gobierno estadounidense hace estas
muestras disponibles
a investigadores del mundo entero, pero se reserva el
derecho a negar
acceso en base a "consideraciones políticas". En 1983 el
estudioso
canadiense Pat Mooney, fundador del Grupo ETC, reportó que
EEUU había
negado acceso a sus colecciones de semillas a
investigadores de Albania,
Cuba, Irán, Libia, la Unión Soviética, Afganistán y
Nicaragua.
En la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en
1992, las
naciones miembros de las Naciones Unidas firmaron la
Convención de
Biodiversidad, un acuerdo mundial en el que se pretendía,
entre otras
cosas, repartir equitativamente los beneficios de la
biodiversidad.
Estados Unidos se opuso terminantemente a firmar el
acuerdo,
argumentando que la mano invisible del libre mercado es la
que debe
repartir esos beneficios. En otras palabras, la
biodiversidad al mejor
postor.
La apropiación de la biodiversidad llegó a un nuevo nivel
de
sofisticación en la posguerra fría con la novedosa
modalidad del
imperialismo conocida como globalización. En la década de
los 80,
Estados Unidos y sus aliados empujaron una ronda de
negociaciones de
comercio global conocida como la Ronda de Uruguay, la cual
incluía un
nefasto tratado de propiedades intelectuales (TRIPS, por
sus siglas en
inglés) que viabiliza la privatización de la biodiversidad
mediante
patentes sobre la vida. La contenciosa Ronda de Uruguay,
culminada en
1994, llevó a la fundación de la antidemocrática
Organización Mundial de
Comercio, la cual tiene poderes vinculantes para hacer
cumplir las
reglas neoliberales del comercio global, incluyendo las
provisiones
sobre propiedad intelectual. El acuerdo TRIPS es el modelo
utilizado en
los numerosos tratados bilaterales de comercio, en los
cuales los países
ricos en biodiversidad, en particular Centro y Suramérica,
son sujetos a
reglas de propiedad intelectual que les obligan a permitir
que entren
extranjeros a patentar las semillas agrícolas y otros
patrimonios genéticos.
Ahora, en el conteo regresivo hacia la conferencia Río +
20 de las
Naciones Unidas, a celebrarse en Brasil el próximo mes de
junio, las
transnacionales de las ciencias de la vida, que en última
instancia han
recibido el grueso de los beneficios de siglos de
apropiación imperial
de las semillas, se presentan como paladines del
desarrollo sustentable.
Esta vez impulsan una rimbombante propuesta de “economía
verde”, que
involucra, entre otras cosas, el transicionar de una
economía basada en
el petróleo a una basada en la “biomasa”.
Pero es más de lo mismo. El capital nunca está satisfecho.
Siempre
quiere más, y esta vez va por todo lo que queda del
planeta.
“Los mayores depósitos de biomasa terrestre y acuática
están ubicados en
el Sur global donde campesinos, pastores, pescadores y
comunidades
forestales los cuidan y basan su existencia en esa
naturaleza natural y
cultivada, ahora llamada genéricamente 'biomasa'”,
advierte el Grupo
ETC. “Esta nueva 'bioeconomía' desatará el mayor
acaparamiento de
recursos visto en más de 500 años. Los nuevos 'amos de la
biomasa'
corporativos tienen las condiciones tecnológicas para
mercantilizar la
naturaleza en una escala sin precedente, con la
consecuente destrucción
de la biodiversidad y la expulsión de los pueblos cuyo
sustento depende
de ésta.”
“Muchos de los promotores de la bioeconomía no sólo
dominan los sectores
industriales desde sus nuevas asociaciones para explotar
en términos
'verdes' la biomasa aún no mercantilizada, sino que claman
por
mecanismos de mercado para cuantificar y comercializar los
procesos
naturales de la Tierra, rebautizados ahora como 'servicios
ambientales'
(por ejemplo, los ciclos del carbón, de los nutrientes del
suelo y del
agua). Las compañías ya no están satisfechas sólo con el
control del
material genético de las semillas, las plantas, los
animales, los
microbios y los seres humanos (es decir, todos los seres
vivientes):
anhelan el control de la capacidad reproductiva del
planeta.”
Pero hay resistencia, siempre la hubo. Las múltiples y
variadísimas
culturas que se aferran a la ruralía y al agro, los
movimientos
insurgentes y contestatarios, guerreras anti-patriarcales,
campesinas
custodias de semillas, sindicalistas, desempleados,
defensores de los
ámbitos comunes, indignados, Wikilikeadores, hackers
anónimos, jóvenes
jorobados por el desempleo y préstamos estudiantiles, o
simplemente
gente encabronada con buena razón para estarlo, todos
continuamente
aparecen y reaparecen, pese a los más dedicados esfuerzos
de los
gendarmes del sistema en reprimirlos, ningunearlos y
declararlos fuera
de orden.
Dice una declaración conjunta de los movimientos sociales
camino a Río + 20:
“Frente a la enorme fiesta de las falsas soluciones que
están preparando
para Río+20 las grandes corporaciones, los bancos y
entidades
financieras internacionales y los gobiernos cómplices, con
el fin de
consolidar un capitalismo reverdecido como única respuesta
ante las
múltiples crisis por ellos mismos desatadas —crisis
económica,
ecológica, alimentaria, energética, democrática,
climática, de derechos,
de género, en fin, crisis civilizatoria—, la Cumbre de los
Pueblos
tendrá el desafío de hilvanar y visibilizar las verdaderas
soluciones
que desde los pueblos se vienen construyendo, en el campo,
en los
bosques, en las fábricas, en las comunidades, los barrios,
las escuelas
y demás lugares de trabajo y de convivencia.”
“Convocamos entonces a involucrarnos en este proceso y a
movilizarnos en
cada lugar camino a Río+20, impulsando campañas e
iniciativas de debate
y formación, de ampliación de plataformas de estrategia y
acción
conjunta, de coordinación y apoyo solidario entre las
luchas concretas y
las demandas aglutinadoras.”
- Carmelo Ruiz Marrero es un intelectual
desprofesionalizado que vive en
Puerto Rico. A veces es autor, periodista investigativo y
educador
______________________________________
Agencia Latinoamericana de Informacion
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